martes, 6 de marzo de 2012

Nuevo proyecto: 365


365-1: La libertad tiene dos ruedas

La libertad tiene dos ruedas, un motor 125, una carretera. Nadie tiene que saber lo que ha dejado atrás, semienterrado en la arena. Nadie tiene que enterarse. Estuvo cuidando a su madre toda la noche. La cama alta, de hierro antiguo, respaldo oxidado, mantas que huelen a naftalina mezclada con humedad añeja. Ana, la cuidadora, tiene su noche libre. Hoy le toca a él. Nadie lo va a sospechar. El hijo abnegado no será capaz de abandonar a la anciana enferma a la rigurosidad de una noche fría de otoño. ¿Y si empeora? ¿Y si justo esa noche su salud se resiente y decide morirse? ¿Quién le administrará los primeros auxilios? ¿Quién brindará testimonio de sus últimos momentos? El hijo amado, por supuesto, el que siempre está a su lado, el que la lleva al médico, el que se esmera en el trabajo haciendo horas extras para que nada le falte a la enferma.

La noche está ventosa y nublada. La luna creciente se desdibuja bajo nubarrones de tormenta. El viento viene en oleadas que tironean con mano férrea la moto hacia la banquina. La carretera está tranquila. El primer auto cruza por él a los tres kilómetros y le hace seña con las luces. Presiona el botón de la luz larga para indicarle al conductor que lo que lleva puesto es la luz baja y recién entonces se da cuenta: el maldito mecánico no arregló lo que le encargó. Las luces altas no funcionan. Eso le pasa por confiado, por no haber revisado si compuso lo que pidió antes de llevarse la moto del taller la semana pasada. Nunca se debe aflojar a los mecánicos. Como no había salido a la carretera, no se había enterado del engaño. Y ahora manejaría el resto del camino con los malditos brasileros haciéndole señales de luces cada vez que cruzaban…

Como si no supiera él lo que dicen a sus espaldas… Como si no escuchara el murmullo de las vecinas cotilleando cuando él se retira del cuarto… Es el hijo solterón, el único que le resta. Que porque no se ha casado tiene la obligación de velar por su madre vieja, que porque no tiene descendencia dispone de tiempo libre para dedicarlo por completo a su madre enferma… Como si no supiera él que las viejas cacatúas se preguntan si es marica, si todo le funciona bien, si no será así porque la madre lo crió muy pollerudo… Las viejas de mierda creen que él no lo sabe, que no puede leer cada una de sus neuronas como pasas, que él no puede escucharlas susurrar y susurrar…

Por eso el primer golpe le salió fácil. Ella no gritó. Su boca formó una O de pura sorpresa. El segundo fue más fácil aún y más medido. Para que ya no tuviera la oportunidad de gritar. Y el tercero fue cuando ya estaba en el suelo. Para que no le quedaran dudas de sus intenciones usó una piedra, uno de las que el porteño cuidaba tanto porque señalizan el límite de su terreno. Las mismas que usaron tantas veces como banco para sentarse a tomar mate y charlar mirando las olas de la laguna.

El llamado de atención fue una única vez, pero fue suficiente para no olvidarlo. Cabeza parcialmente calva, barriga prominente, dos perros de raza desconocida con aspecto de caros, voz de baboso como todo argentino y camioneta que seguro había costado más que la casa de su madre y su moto juntas. Que no le moviera las piedras que estaban allí a propósito para marcar el límite del terreno… ¿que qué límite si después venía la playa…? Sí, señor, no sabía que esto tenía dueño, disculpe usted. Venimos aquí por la sombra y porque podemos dejar la moto resguardada. Le dejaremos las piedras como las encontramos…

Fue cuando tuvo la idea. El porteño limpiaba el terreno con una cortadora de césped, seguro porque pensaba quedarse varios días… Así que una noche hizo la prueba.

Era la noche libre de la cuidadora. Le administró a su madre un comprimido más del Alplacín que la vieja tomaba para dormir y en veinte minutos estuvo en el balneario en el fondo de la casa del porteño baboso. Allí estaba la camioneta Mercedes estacionada sobre la arena de la playa. Sin cercos, sin muros, sin garaje. Cada goma seguro costaba lo que costaba su moto… Llevó un cuchillo especial que usaba para trinchar la carne del asado de los domingos y otro gancho que él mismo había preparado. No fue fácil. La rueda era enorme y resistente. Es que esas camionetas eran raras por esos lados… Pero lo logró. Le llevó una hora de trabajo estropearle todas las gomas. La primera fue la más difícil. Luego descubrió por donde entrarle más fácilmente.

Un hora cuarenta minutos y estaba de regreso. De madrugada las viejas cacatúas dormían en sus casas. Los vecinos eran gente trabajadora que tenía que levantarse temprano a trabajar, no tenían tiempo de controlar sus idas y venidas. De todos modos fue precavido, apagó la moto una cuadra antes y entró con ella al costado. Así iba preparando la cosa.

Al otro día esperó algún comentario. Los vecinos no preguntaron nada. A las viejas cacatúas no les llegó ningún chisme.  Un muy buen comienzo, se dijo, un muy buen comienzo. Y la citó para el próximo día libre de la cuidadora. Ella no dio muestras de sospechar nada. Le prometió una noche romántica en una cabañita que había alquilado cerca de la playa. Hacía tanto que no salían así, como novios… Es que con todo lo que él trabajaba y la madre enferma, la relación se había ido poniendo más y más difícil, llena de roces y discusiones. Ella estaba más reacia a pensar en el futuro de la relación. Pero no podría negarse a un fin de semana romántico en la playa. Trabajaba toda la semana como cajera de un supermercado y frecuentemente tenía que cumplir horas extra. No podía desperdiciar la oportunidad de un fin de semana de descanso donde no tendría que poner ni un peso de su magro sueldo.

Como ella salía tarde del trabajo y él tenía la disculpa de que tenía que atender a su madre, salieron cuando ya iba larga la noche. No era mucho lo que cargaban porque él le había prometido que en la cabaña tendría todo. Lo más difícil fue hacerla mantener el secreto de su destino. Lo demás se solucionó con un poco de elemental psicología. Ella no sabía que él ya estaba enterado de su amorío con un compañero de trabajo. El marido estaba en misión en uno de esos países africanos afectado por algún desastre de la naturaleza. Era mejor guardar el secreto. Si las amigas preguntaban, diría que se había ido con la familia. Si el marido o la familia preguntaban, se había ido a pasar el fin de semana con las amigas.

No se molestó en enterrarla. ¿Para qué? La arrastró hasta la hondonada entre los pastos y le tiró un poco de arena encima para que no fuera muy fácil verla desde la playa. El porteño ya se había regresado a su país. La temporada era baja y no mucha gente iba a sentarse al montecito. Y tampoco le interesaba que demoraran tanto en encontrarla y no pudieran determinar el momento de la muerte. Quería que lo supieran para que confirmaran que no había sido él por la hora. ¿Y si resultaba que la policía no era como los de la serie CSI que tanto le gustaba ver en la televisión brasilera y no lograban determinar con exactitud el momento de la muerte? ¿Y si demoraban mucho a encontrar el cuerpo? No, no podía correr riesgos… Pero no podía pasar de marica a cornudo. Eso sí que no. La decisión había sido acertada.

Recién comenzaba a darse cuenta de lo mal señalizada que estaba la carretera. No había línea central pintada en las curvas, ni en el centro ni el borde. Las guardas de tinta fluorescente hacía mucho que no se pintaban si era que existían. La sola señal de tránsito no era suficiente para una moto que viajara a 80 km/h. Y todavía venían los malditos brasileros con las luces altas prendidas cegándolo a cada pasada…

De pronto, sintió como el miedo se superponía a la euforia de haberse salido con la suya. ¿Y si tenía un accidente? ¿Y si resultaba que después de todo su trabajo terminaba muriendo en la carretera cegado por las luces de un auto? Disminuyó a 60 pero no bajó el cambio. Ya había superado la primera curva y enseguida estaría el puente. Una vez que lo hubiera rebasado podría aumentar de nuevo la velocidad.

Fue entonces cuando no vio a las bicicletas. Vislumbró por el rabillo del ojo el reflejo de los faros de la moto en el guardabarros trasero de una de ellas. No alcanzó a ver si los ciclistas eran chiquillos irresponsables o trabajadores de arrocera. No llevaban ningún objeto reflector ni tampoco luces. Aflojó el acelerador pero recordó tarde el desnivel de la entrada del puente. Con la disminución brusca de la velocidad y el cambio en quinta, el motor no le respondió.

Si la intención es lo que cuenta, él buscó desviar las bicicletas. La moto quedó incrustada entre una columna del puente y la barandilla de hierro. El hombre agonizaba usando de almohada la roca que yacía a un lado de la cañada mientras el sanatorio y el hospital discutían a quién le correspondía enviar la ambulancia en su auxilio. Para suerte (o mala suerte…) del hombre, el otoño iba seco, había poca agua y, por lo tanto, ningún riesgo de morir ahogado.



25 y 26 de febrero de 2012   

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