Narrativa

Los últimos

Alan y Sofía estaban jugando en la playa del otro lado de la isla. Habían logrado escaparse de sus respectivos padres y estaban poniendo en práctica un proyecto planeado hacía mucho tiempo: colocar en el mar el barquito que habían construido juntos.

El viento frío revolvía los cabellos de los niños y las olas mojaban sus pies desnudos. Entraron ambos al agua, colocaron en ella el barco, lo empujaron y cuando estuvieron seguros de que se alejaría, volvieron a la playa. Allí se sentaron en la arena, calzaron sus gastadas botas y se sonrieron.

            -Mamá me debe estar buscando –murmuró la niña tristemente.

            -Están entretenidos bailando en el bautismo. No se dieron cuenta de que no estamos. Ya verás –el niño se levantó y le tendió la mano para ayudarla a erguirse.

            Miraron el mar buscando al barquito y lo vieron no demasiado lejos, luchando contra la corriente. Por momentos se volcaba hacia el lado derecho, las velas rozaban las olas, enseguida se erguía de nuevo para luego pender hacia el lado izquierdo, siempre avanzando.

Convencidos de que su proyecto estaba seguro, los niños se alejaron juntos, dejando la playa y trepando las rocas para luego tomar la senda que los llevaría a la aldea de pescadores.

-¡Alan! ¡Sofía! ¿Dónde están? ¡Alan! ¡Sofía! –gritaba una mujer de falda descolorida y rostro sucio.

Estamos aquí, mamá.

-¡Dios mío! Casi enloquecí buscándolos. ¿Dónde estaban? Sacudió a la niña por los hombros pero ninguno respondió. Su expresión se llenó de terror.

 -¿No estaban en el lado prohibido de la isla, verdad?

-Claro que no, mamá  -se apresuró a tranquilizarla la niña.

-Hijos míos, aquel lugar está maldito, no deben ir allá o serán maldecidos también. ¡Prométanme que nunca pisarán el otro lado de la isla! ¡Prométanme!

-Está bien, mamá, no pasaremos –respondió la niña.

-Sí, señora. Se lo prometemos –asintió el niño.

-¡Hija mía! Si algo les ocurriera, yo me moriría...

                                               

* * *

             El viento comenzó a soplar más fuerte, cambiando de dirección. Nubes oscuras comenzaron a acercarse rápidamente. El barquito colocado en el mar por los niños continuaba avanzando. Unos dedos surgieron de adentro del agua, irguiéndose y mostrando una mano seguida de un brazo. Tomó el barco y volvió a desaparecer, llevándolo con ella.

Dos días después, Alan y Sofía descendieron nuevamente las rocas para llegar a la playa. Y aún a lo lejos vieron las velas blancas de la pequeña embarcación que ambos habían colocado a la mar. Sorprendidos, corrieron hasta ella y notaron que estaba intacta. Se sonrieron y entonces vieron algunas letras escritas en la arena con caparazones de moluscos.

-Es una “A” y una “M” mayúsculas. ¿Qué significa?

-Tal vez quiera mandarnos  un mensaje – sugirió el niño-. Y nos ha devuelto nuestro barco.

-Tal vez deba preguntarle a mamá...

-¡No! Yo le preguntaré a tío Eduardo. Tu mamá no debe saber que vinimos hasta aquí. Mira, escribiré nuestros nombres –y comenzó a trazar con el dedo la arena.

-Pero así sabrá quienes somos y nos maldecirá...

-Si quisiera hacer, ya habría tenido tiempo suficiente. Dice: “Gracias. Alan y Sofía.” Ahora vamos antes que comiencen a buscarnos.

La ocasión para cuestionar a tío Eduardo surgió enseguida. Si bien el tiempo no era exactamente medido en la isla, había días en los cuales estaba permitido tomar unos tragos demás. Y la lengua de tío Eduardo, una vez que bebía, se volvía muy indiscreta.

Contó que hacía muchos años un barco había naufragado en aquellas costas. Su casco estaba partido debido al roce de una isla de coral, siendo su única sobreviviente una joven de sangre noble, cuyo lacayo había muerto luego de salvarle la vida. “Era hija del sol, como tú”, sonrió el viejo, refiriéndose a los cabellos casi plateados del niño. “Y estuvo mucho tiempo entre nosotros, hasta hacerse mujer. Fue la última que violó la ley de no cruzar la isla hasta la playa prohibida.”

-¿Qué le ocurrió? – preguntó el niño. Y sabiendo que su tío necesitaba un buen estímulo para seguir hablando, se apresuró a llenar su copa.

 -Desobedeció, y nunca más volvió.

-¿Pero qué le ocurrió? -volvió a preguntar el niño, ya con miedo de que su tío se arrepintiera de su confesión y no quisiera terminar el relato.

-Fue maldecida, claro. Es una historia muy vieja que recae sobre los antiguos habitantes de la isla. Se cuenta que eran los sobrevivientes de un pueblo mágico y que fueron castigados y convertidos en delfines para que no diesen a conocer su historia ni el motivo que los había llevado a destruirse. ¿Pero quién cree en viejos cuentos? ¡Yo no! Pero jamás atravesé la isla para comprobarlo –y rió a carcajadas, tosiendo y ahogándose.

Al darse cuenta el niño de que su tío iba a comenzar a contar su historia de nuevo, se apresuró a hacerle una última pregunta. Pero el viejo no recordaba muy bien el nombre de la última joven. “Hace mucho tiempo que ella se fue”, se disculpó, “mucho tiempo”. El niño llenó nuevamente la copa ya vacía. “¡Espera! Creo que ya lo recuerdo. Su nombre era Ana. Ana María.”

* * *

Alan y Sofía planearon llevar el barco nuevamente a la playa y volver a lanzarlo al mar. Pero antes lo adornaron con flores silvestres de tal modo que el peso quedase equilibrado, impidiendo que naufragase. Lo colocaron en el mar y se quedaron allí, con el agua por las rodillas viendo como se alejaba. Cuando les pareció que no retornaría, al menos por el momento, volvieron a la playa y se calzaron las botas.

-¿Crees que nos lo devolverá? –preguntó la niña.

-Estoy seguro que sí.

Y se fueron de la mano, mientras el barquito cortaba el agua velozmente. Cuando desaparecieron, cabecitas grises y brillantes aparecieron en la superficie del agua y rodearon el barquito. Un pico alargado se abrió y un sonido semejante a una carcajada fina se dejó oír. Eran delfines.

Cuando ambos niños volvieron a la playa encontraron nuevamente su barco.  Esta vez, había venido cubierto con caparazones de moluscos de vivos colores que ellos nunca habían visto. Los rostritos sucios y tristes se iluminaron con la ilusión de algo nuevo a ser compartido pero recordaron a tiempo que no podrían mostrarlo a nadie. Se vieron obligados a pensar en un lugar donde esconder  su tesoro. Sobre la arena y en letras mayúsculas estaba escrito: “GRACIAS”.

-Creo que debemos invitarla –dijo el niño-. Pedirle que venga a vernos.

-¿Y si nos convierte en delfines? Puede querer echarnos una maldición...

-No seas tonta, Sofía. Ella es como nosotros. No nos hará daño.

La niña lo miraba asustada. Vacilaba en lo que desde el inicio había sido su propósito.

-¿Y entonces? ¿Puedo pedirle que venga?

La niña no respondió. El viento revolvía su cabello. Las lágrimas parecían querer saltarle a cualquier momento. Pero no lloró, continuó inmóvil viendo a su amigo escribir las palabras: “Te esperamos” en la arena.

Volvieron al otro día. Vestían sus ropas de siempre, gastadas y sucias. Pero en esta oportunidad se sentaron en la arena,  la vista fija en el horizonte, uno al lado del otro.

Hacía ya un buen tiempo que estaban en ese lugar cuando vieron a una muchacha salir de adentro del agua y caminar hacia ellos. Tenía una larga cabellera color sol, y sus ojos como su ropa estaban hechos de mar.

Desde entonces, ellos han sido los últimos.

10 de abril de 1994.

Paraíso



Para J. Morón, que nunca supo que me sugirió el título de este cuento en un sueño.




Tanteó las rejas y luego el candado de hierro que sujetaba la puerta.


 - Está cerrada –gruñó T.


- ¿Qué esperabas, tonto –se burló J.-, pase libre?


- Déjame a mí –la mano de S. sustituyó a la enguantada de su compañero. Se oyó un golpe seco seguido del chirriar que denunciaba lo herrumbrado del enrejado. –Vamos.


- ¿Qué dijo?


-  Que la ha abierto, tonto.


-  ¿Dónde aprendió a hacer eso?


-  Por cierto que no en el ejército, imbécil.


-  ¡Cállense! –chilló S. – Pásame la linterna, J.


-  ¿Dónde estamos? –Revolvió su mochila y le alcanzó lo pedido.


-  Creo que en el sótano.


-  ¿En el sótano . . .?


-  ¿No sabes lo que es un sótano? –El fajo de luz era casi inútil contra la oscuridad de aquel agujero.


-Claro que lo sabe... ¡un lugar lleno de ratones!


-¿Dónde? ¡Odio los ratones!


-Tranquilo, T. –y como si eso lo justificara, agregó: -¡tienen proteínas!


Caminaron algunos pasos.


-  ¡Ay!


-  ¿Qué?


-  ¡Está muy oscuro!


-  ¿Esperabas una ventana panorámica?


-  ¡Vete al diablo, J.! ¿En qué estamos tropezando?


-  Parecen cajas, pero no podría asegurarlo: tienen kilos de tierra y moho.


Se oyó un sonido apagado.


-¡Ay!


-¿Qué pasó ahora?


Detuvieron la marcha.


-Una tela de araña se pegó en mi cara. ¿Aún tenemos que caminar mucho?


-Demonios, T., ¡pareces un niño!


-Invoca a los ángeles al menos una vez, J. Y tú, T., tranquilízate. Llegamos al pasadizo.


-¿Cómo puedes ver algo con esa “ cosa"?


-¿Y quién dijo que ve? –Un pequeño golpe, J. Dio un salto. -¡Ay!


-T., refrena tus impulsos infantiles –con la linterna iluminó unos escalones que aunque precariamente construidos en madera, parecían sólidos-. Miren esto.


-¡Dem...! ¡Qué bonito! Parece el escenario de una película de terror.


-Las películas de terror no son bonitas.


-Esto será lo que deseemos que sea –S. Dio un paso y tanteó el primer escalón-. Parece firme –hubo un chirrido y luego otro a medida que iba subiendo lentamente, asegurando cada paso.


-¡Alumbra un momento hacia acá! ¿Cómo quieres que sepamos dónde pisar?


Su solicitud fue prontamente atendida.


-J.


-¿Quéee?


-¿Es impresión mía o esta escalera está cubriendo un foso?


-Es tu imaginación, chico, producto de la “profusa” iluminación de la cosa que lleva nuestro líder.


-¡Vete al diablo, J.!


-¡Invoca a los ángeles, J.!


-Quedamos en que no habría líderes...


-Claro, somos todos igualmente cobardes...


Entre chirridos, blasfemias y balanceos que los hacían contener momentáneamente la respiración, llegaron a una especie de descansillo de tal vez un metro cuadrado que llevaba a una diminuta puerta de madera.


-¡Oh, no! ¿Tendremos que continuar de rodillas?


-¡Cállate, T.!


-Al menos no tiene candado...


-Esta es tuya, bocón.


Una patada de J. hizo astillas la madera carcomida.


-Señores... –se curvó en una galante reverencia.


-Tu primero, T.


-De ningún modo... ¡tú tienes la linterna!


Atravesaron el umbral y se detuvieron uno al lado del otro, la mirada fija en las zonas que iba iluminando el foco de luz.


-Es...


-¿Obsceno?


-¡J.!


-¡Oh, la doncella púdica... !


-¿Qué es esto?


-Qué “fue” esto, quieres decir.


-¿Un salón?


-¿Sin ventanas?


-Nada aquí tiene ventanas.


-¿Cómo lo sabes? No has visto el resto...


-Continuemos.


-¿Y ellos?


-Déjalos.


-¿Dijo olvídalos?


-No, imbécil, ¡dijo que te puedes colocar uno en el bolsillo de recuerdo!


Avanzaron.


-¿Y ahora?


-¿Quieres hacer un poco de silencio?


-¿Y estar  contribuyendo a la paz reinante? No, gracias.


-Giren a la derecha conmigo, estamos en el corredor. Caminen apoyándose en la pared. Apagaré la linterna unos momentos.


-¿Y eso por qué?


-Para ver si oscureció. ¡Ja! ¡Ja!


-Si estamos en el camino correcto, cuando nuestros ojos se adapten a la oscuridad veremos algo de luz.


-¿Y si nos perdimos?


-Contribuiremos a la decoración local.


-¡Muchas gracias, J.!


Se escuchó una risita ahogada.


-Esta pared me dio frío.


-Sería interesante si te hubiera dado una...


-¡J.!


-¡Qué!


-No bajes el nivel.


-¡Vete al diablo!


-Paren.


-¿Qué dijo? –Tropezó con el compañero de adelante.


-Dijo que ya puedes respirar, tonto.


-Esperen un momento, estoy sintiendo...


-¿Hambre, sed, ganas de orinar?


El suelo desapareció bajo sus pies. Gritaron, fue inevitable, ¿no era lo que siempre habían querido hacer? Algunos manotazos. Cerraron los ojos y mantuvieron las manos protegiéndolos. Solamente aire y una poderosa luz.


-Bienvenidos al Paraíso Ardiente de las Tinieblas, señores!


-¿Alguien cerró los ojos?


-¡Yo no!


Fueron disminuyendo la presión lentamente hasta poder retirar las manos y abrir los párpados.


-Mi Diooos...


-¡Tú no crees en Dios, J.!


-En Dios no, pero acabo de llegar al Paraíso...


-¡Estúpido! Esto está muerto.


-¿Quién dijo?


-¡Yo!


-Hijo de las Tinieblas.


-Vamos.


-Vamos.


-¿Adónde?


-Continuaremos nuestro camino.


-¡Demonios! ¿No puedo quedarme aquí?


-¡J.!


-¡Perdón, perdón! No debo murmurar blasfemias...


-Puedes murmurarlas pero no gritarlas.


-¡Sí, señor!


Atravesaron escombros pétreos que parecían haber estado desde siempre allí, pestañeando y entornando los ojos para amortiguar la intensa luz.


-¡T.!


-¿Qué?


-¿Estás bien?


-Claro.


-¿No tienen ninguna queja?


-¿De dónde viene esto?


-¡Ah! Hizo una pregunta con sentido, ¿seguro que se encuentra bien?


-De todos lados, T.


-De ningún lado, tonto.


-¡Un momento! –Se detuvieron. -¿Y esto...?


-Es...


-¿Macabro?


-Parece una araña con las patas estiradas al cielo.


-¿Cielo? Imbécil, ¿dónde ves cielo aquí? Es solo el esqueleto de un árbol,  ¿no es cierto, líder? – Algo en la expresión de su compañero lo detuvo. La media sonrisa cínica desapareció de su boca.


-¿Qué te dije antes de entrar, J.? - El aludido no respondió. -Lo recuerdas, ¿verdad?


-Dijiste: “todo es un juego, J.”.

-¿Y qué más?


-Que debería saber... cuándo jugar.


-¿Y crees que has jugado? ¡¿Crees que es eso lo que has hecho hasta el momento?!


-S., yo...

-¡Tú cállate, T.! Te mostraré lo que es jugar y sabrás que ni hemos empezado –contornó el árbol seco que parecía hacer sido tallado en piedra por algún demonio bromista y caminó algunos pasos antes de que la bruma se dispersara y denunciara a sus protegidos.


–Hay miles aquí, un bosque tal vez... ¿cómo saberlo?


-Pero la luz...


-J. –T. Había hundido la mano en la espesa niebla y ahora tendía el brazo con la palma hacia arriba en dirección a su compañero. Allí había pequeñas partículas semejantes al polvo que brillaban.


-Esto es una pesadilla...

-¿O un sueño?


-¡T.!


-¿Quéee!


-Para de reírte, pareces un idiota – de un manotón deshizo el encanto y lo arrastró con él.


-Pero J...


-¿Qué pasa?

-Me llamaste así durante todo el trayecto, ¿cambiaste de opinión?


Fue entonces cuando lo supo. Miró a S. y se preguntó por qué lo habían traído con ellos. Pero cuando el otro evitó su mirada fue que comprendió realmente. Y supo también por qué era tan taciturno. ¿Sacrificio? No. Pero su corazón pareció contraerse en respuesta. Abrazó a T.


-Caminemos.


Avanzaron, ellos adelante, S. más atrás. Era cierto, al fin, no había líder. Y las murallas se irguieron enseguida, piedra cubierta de hierbas, monte tallado en piedra.


 Tendrían que separarse.




En un edificio de apartamentos, un muchacho se levantó de madrugada a vomitar en el baño. No llegó a tiempo. Una puerta a la derecha de la suya se abrió y un hombre bajó las escaleras lentamente. En la azotea, un chico se tiró al vacío.


Nadie supo cómo ocurrió. Nadie pensó jamás en asociarlos.



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