Crónicas



A portera cerrada

Diario 1

Creo que sin papá no habría podido llegar al Puerto. El camino, no era el principal que está a candado, es un desvío cubierto de pasto y apenas reconocible. Parecía un sendero de ovejas y no lo reconocí. Y cuatro porteras que podría abrir pero no estoy segura de haber podido cerrar. Y eso es mortal si te dan permiso para entrar a una propiedad donde pueden escaparse animales si dejas una portera mal cerrada.

Papá frente a la "isla quemada" en la estancia Los Chiripás


Llegamos primero a la estancia “Los chiripas”, más conocida por mí como lo de Fagonde, su último dueño. El camino tapado de pasto alto con senderos finos hechos por los animales. La moto parecía que me iba arrancar los brazos. Si nos desviábamos, podíamos darnos vuelta o terminar en la canaleta. Varios mataburros de troncos desiguales. Una prueba para mi moto y para mí. Al entrar a la estancia, desapareció el camino y parecía que íbamos jineteando un caballo, a los tumbos. Pero llegamos.

Casco de la estancia


Papá me contó que cumplió los quince años al irse a trabajar a la arrocera del gallego. Eso me contó allí. Vivía hacia los lados de la bomba que estaba más delante de la portera que nos llevaría al Puerto. Pensábamos llegar a la vuelta pero luego se nos hizo tarde. 

"La bomba" donde comenzó a trabajar papá a los 15 años


Solo estuve una vez en la estancia de Fagonde y conservo los mejores recuerdos. Papá cuidó el lugar unos días haciéndole un favor al encargado y llevó a mi hermana y a mí a ayudarlo. En realidad nos llevó a mostrarnos la estancia.



La estancia está abandonada. Ya no vive nadie ahí. Están intactos el galpón, la manguera, el tubo donde se vacunaban las vacas, el baño de ovejas, el aljibe y la casa principal. Pero ya se nota el deterioro. Aunque el día seguía gris y frío, papá fue el primero en querer recorrerlo todo. Pero se veían los cambios. Del huerto de tangerinos quedaba un único árbol, y a la casa principal entré por una pieza desvencijada a un costado. Quería ver la hermosa estufa que recuerdo primorosamente decorada y la encontré intacta. También estaban intactas las ventanas de aluminio con las persianas corridas. Recuerdo muebles de mimbre en la sala de la estufa y muebles antiguos en una pieza de la izquierda… donde encontramos el viejo escritorio que tanto admiré entonces abandonado. Pensé que tendría que ser un pecado no solo abandonar el mueble sino abandonar el lugar. Se habían llevado los cajones y quedaba la carcasa entera asemejando un gigantesco piano. Papá recordaba haber oído decir que ese escritorio tenía un compartimiento secreto y lo anduvo buscando. Pero si existió, se lo llevaron con los cajones.



El paisaje desde las ventanas es único. Los que daban el río no tenían persianas. Podías sentarte al lado de la estufa en un crudo invierno y ver des ahí el desarrollo del tiempo en las nubes del cielo corriendo desde el horizonte. El río desde esa altura se ve pequeño, así como las arroceras del otro lado, pertenecientes ya al departamento de Treinta y Tres.

Papá me señaló entonces una franja oscura en el medio del monte, una alteración en el verde de la vegetación. “La isla quemada”, me dijo, y me mostró las vueltas del río rodeándola. Le dieron ese nombre luego de un incendio que la consumió por tres meses y cuyo origen nunca se supo. Creen que contrabandista enterraron un botín en ella y la policía o los mismos contrabandistas, le prendieron fuego. Me contó que cuando creían que el fuego se había apagado resurgían en otro lado pues seguía quemándose por debajo. Y que es tan espeso el monte que no permite la entrada.



Bajamos la ladera porque papá quería mostrarme “la hoya”, una abertura circular en la ladera y tupida de vegetación de monte, árboles, de profundidad considerable. La contornamos y pude acceder a ella por la boca que daba al río. Desde ese lugar, la vegetación no parecía tan tupida y pude subir escalando con cuidado. Papá se quedó en la abertura. Adentro, arbustos, árboles y helechos. Picos de las barrancas asomando, pero silencioso como un templo. Fue lo que pensé: estaba en un templo natural de mi Padre.



Costeamos el río porque papá quería llegar al campo de tucu-tucus, unos roedores que jamás se dejan ver y cavan galerías en terreo arenoso peligrosísimas para quebrar las patas de los caballos y darse un buen golpe. Sobre la arena marcas. La más chica que parece de perro, es de zorro, me explicó papá cuando se lo pregunté. La más grande, con marcas de uñas en los dedos, de mano pelada.



Vi en la costa por la que caminábamos árboles viejísimos con formas grotescas y largos líquenes colgando de sus gajos (las barbas de palo) como si fueran viejos ermitaños.

Subimos y nos encontramos en un campo cubierto de toyos. Este arbusto de hojas en puntas como espinas era usado como cerco vivo cuando no existían los alambrados pero se propaga con una plaga quitándoles campo a los animales. Da una flor amarilla con aroma a miel que me encanta y mi abuelo acostumbraba quemarlos cuando invadían mucho el campo. Mamá recuerda que aún así desprendían olor a miel.
Vista del río Tacuarí a través de los toyos


No encontramos el campo de tucu-tucus y volvimos a la estancia rodeando, en lo posible, los toyos. Ellos le robaron un pañuelo que llevaba papá en el bolsillo, porque sí, pueden llegar a la altura de la cintura de una persona. Fuimos a dar al lugar donde recuerdo que estaban los gallineros y quedaban gigantescas tunas compitiendo en altura con los árboles.



En la moto preparé el mate. Papá se dedicó a arrancar tubérculos de azucena rosada que se propuso traer para plantar, y que sobreviven aún en el medio de la gramilla alta. Estuvo veinte minutos escarbando el suelo con una lata. Mientras tanto saqué fotos y le envié un mensaje a mamá a través del celular sin poder creer que tuviera línea a esa distancia. Del molino de viento queda la torre de metal en la que hizo nido un casal de chinchivirres.

Le saqué fotos a un higuerón que era me maravillaron cuando los vi de niña. Quería que hubiera uno de esos en el Puerto para construirle una casa de madera en el tronco y jugar en ella como se hacía en los libros y en las películas. Ahora el tronco se asemeja a un brazo con su grupo de tendones a la vista y las hojas le ralean. Es una reliquia olvidada y decadente.

Pero tenía una colmena instalada en el tronco.

Casco de la estancia con uno de sus gigantescos  higuerones


Camino al Puerto, faltaban tres bosques donde en algún momento existieron taperas. No había arroz plantado pero las tapias estaban armadas por lo que deduje que había dejado descansar la tierra este año.

Me detuve en el primer bosque había sido de mi abuelo. Solo quedaban tres tristes árboles, uno de los cuales era un eucalipto seco. El segundo bosque era donde estaba asentada la casa. Los eucaliptos raleaban también aquí, pero hay que considerar sus edades: son todos muy viejos. Tuvimos que correr a los caballos que descansaban en la sombra para recorrer el bosque. Zonas más elevadas mostraban donde habían estado los galpones y la construcción principal. Pero se me llenaron los ojos de lágrimas cuando reconocí el higuerón de la entrada y el único árbol de transparente que restaba. Al higuerón no me acerqué, pero al viejo transparente no pude evitarlo. Su tronco se asemejaba a los nudos en las manos de una viejita artrítica. Entonces me refugié en las fotos. No fui allí a sentirme mal, fui a rescatar parte de mí misma que se manifiesta en la memoria de mis sueños. Enseñé a papá a sacar fotos con mi máquina, me reí con lo torcidas que le salieron y me acerqué a darle un abrazo al tronco añejo del transparente.
Tronco del único transparente que queda en la tapera de mis abuelos


Del otro lado quedaban dos grupos de cañas en el fondo donde había estado el canal de abuelo, el esqueleto de lo que supe después había sido un viejo limonero, y el tronco tronchado de un ceibo con un agujero de pájaro carpintero que tiene su historia. Dice mamá que su hermana y ella recogieron semillas en el monte, hicieron un almácigo y luego lo plantaron, historia que confirmé con mi tía. La abuela aseguraba que había sido ella que lo había plantado. Lo siento, abuela, dos a uno: tus hijas ganan. Y en esa misma zona, las infaltables azucenas rosadas de la abuela resistiendo entre el pasto, igual que en la estancia de Fagonde.

Miramos el baño de ovejas con una pared derrumbada y una botella flotando en el agua verde con el fondo hacia arriba sirviéndole de plataforma a una rana que saltó al verme. PoR último, una foto al gigantesco eucalipto de la entrada con papá junto al tronco para que se pueda apreciar su magnaficencia.

Las azucenas que plantó mi abuela


Dejé la mOto en la sombra del bosque y mochila al hombro nos fuimos caminando al Puerto. La portera de entrada estaba cerrada y lo había nadie en la casa. Acá fue más fácil porquela construcción no se parecía en nada a la original. No conservaron ni una de Las puertas ni una de las ventanas que veo tan claramente en mis sueños, apenar el aljibe central pero ni él parecía el mismo.

En el lugar donde estaba nuestra quinta apenas flores de ajo macho sobresaliendo entre el pastizal. Los naranjos que rodeaban la casa no existen más y recién ahora que lo escribo me doy cuenta de ello.

Puerto de Amaro, donde estaba la antigua balsa


Con el termo y el mate bajo el brazo papá, y yo armada con la máquina de fotos, nos dirigimos al eucalipto grande que está rumbo a la isla. Fue el segundo y último árbol que abracé. Le dije que lo extrañábamos y probé la extensión de mis brazos en su tronco. No abarco ni la mitad de su circunferencia.

Después bajamos a la costa y visitamos el ceibo junto a la zanja, que me pareció escuálido y sin hojas de la vejez. Parte de esta franja está cubierta de cardos, que no había cuando nosotros estábamos porque los brasileros pesaban y acampaban ahí.

Caminamos un poco más y fuimos hasta donde una vez hubo una balsa que cruzaba el río y donde papá dejaba los botes el monte del otro lado del río está empobrecido. Papá cree que pueden haberlo monteado, yo no sé. Tendría que cruzar y observarlo de cerca para asegurarlo. Un poco más a la izquierda, el arenal en el que nos bañábamos mi hermana y yo en verano. Papá nos cruzaba en bote y nos cuidaba mientras jugábamos en el agua.



Nuestro siguiente destino fue la isla. Llamábamos así a una zona circular de vegetación tupida en una ladera con una increíble variedad de árboles, entre las cuales reconozco palmeras, cañas, un guayabo que no me fijé si aún existía, plantas de ananás, un laurel del que me traje un gajo, eucaliptos y una hermosa y viejísima araucaria, cuya madera le quisieron comprar unos brasileros a mis padres.



Mi abuela cuenta que hace mucho, mucho tiempo atrás, al lado de la isla hubo una aldea de pescadores. Conocí los restos de los ranchos de terrón cuando era niña pequeña, una quinta de árboles frutales (manzanos, naranjos y perales), una glicina y mi árbol más querido: una camelia. Cuando florecía, cruzada por ahí en la petisa y arrancaba flores para llevar a las casas, flores de un rosado fuerte y pimpollos. Nunca pudimos hacer una muda de este árbol, que aún está allí y podría apostar que da flores.



Los brasileros asan los piñones de la araucaria y se los comen. Nosotros no teníamos esa costumbre y nunca siquiera los probamos a pesar de que ella daba frutos todos los años. Guarda en su copa un nido de hornero y le saqué una foto a su tronco lleno de láminas. Papá cargó con gajos de eucalipto criollo (de hojas blanquecino azuladas y muy aromático) y lamenté que no fuera época de recoger sus semillas que me encantaban cuando era niña porque parecían amplios vestidos de época de antiguas damas.



Saliendo de la isla fuimos a sacarle fotos al ceibo donde acampaban los viejitos (dos parejas de brasileros jubilados) que iban al Puerto todos los años a pescar y donde mamá, me recordó después, tenía la pileta donde lavaba la ropa. Una colmena alojada en el tronco del ceibo no dejó a papá acercarse mucho.

Diario 2

Cuando invité a papá a ir a los barrancones, ya hacía rato que podía recibir fragmentos de sus pensamientos como si los verbalizara. ¿Qué pasaba por su mente? Nostalgia, añoranza, arrepentimiento. Jugaba con alternativas a la venta de campo. “Podíamos habernos quedado con esta parte que pertenece a otro padrón.” “Ni que sacara el 5 de oro podría volver a comprar el Puerto porque los dueños no querrían venderlo”. “Vos nos dijiste: ‘si ustedes venden el Puerto nunca más lo van a poder volver a comprar’”, frases que yo “veía” antes que él las pronunciara. Eso solo me sucede cuando hay una conexión muy fuerte con la otra persona, o el momento que compartimos está muy cargado afectivamente y siento como si el otro estuviera “pensando en voz alta”.
Papá en los barrancones

Papá ya estaba cansado y no quería ir a los barrancones. Pero yo tenía muchos recuerdos relacionados a ellos y me encantaba ir a recorrerlos con mi hermana. Básicamente es terreno erosionado ubicado en una ladera que da al río. Con el tiempo el agua, que desaguaba del campo al río, los fue abriendo y en ellos se formó una flora propia y me atrevería a decir que también una fauna… A veces mamá nos mandaba a buscar chircas para hacer una escoba con la que barrer los galpones, pero a mí me encantaban las formas y las flores y pasaba horas recorriendo. Luego de mucho andar había encontrado escondidas entre la vegetación una serie de cabecitas de negro silvestres (una tona redonda) de flores amarillas, que fue lo primero que busqué, pero ya no estaban. El río se ha comido mucho pasto y mucha tierra.
La novia, una de las formaciones de los barrancones

Enseguida noté que había apoyado con cierta regularidad, largas varas de caña contra las paredes de los barrancos. Papá no supo decirme a qué se debían y lo descubrí sola más adelante: algunas habían enraizado y crecían frondosas. Las plantaron como recurso natural para contener la erosión del terreno.
Papá  tomando mate y observando el paisaje 

Dejé a papá tomando mate cuando vi que estaba muy cansado y me fui a la zona más profunda de los barrancones. Me llamaron la atención unas formas semejantes a las piedras de Capadocia pero en arcilla y cuando me acerqué a sacarles fotos vi algo que nunca había visto antes: lo que yo creía que era una caprichosa forma en greda, era un nido de hornero perfectamente enclavado con la puerta hacia la salida del sol. Mamá me dijo después que también construyen en el suelo o sobre tacurúes y que es señal de mucha seca porque buscan estar cerca de la tierra.
Al volver encontré a papá muy sentado  muy quietito pastoreando un casal de cardenales.
Vista de un nido de hornero den los barancones

Atravesamos el campo rumbo a la casa, pero me desvié hacia otro bosque dentro de un barranco donde tuvimos una buena quinta. Por quedar cerca de la casa era el bosque donde íbamos a jugar más seguido. Los barrancos nos servían de escaleras y las raíces expuestas de los árboles eran las sillas y las mesas. Un trozo de tierra pegada a la raíz de un transparente y cubierta de pasto, por ejemplo, me servía de cama. Ese era mi castillo, y llevábamos a nuestra única visita periódica (Carol y Rosana, las gurisas del Gordo Correa) a jugar ahí.
Pero muy poco quedaba a de mi bosque de juegos y no quise ver mucho más. Pero al llegar a la casa quise ver el bosque grande que la rodea. También esos árboles me son familiares.
A esa altura, papá ya se atrevía a largar un “bueno… ¿vamonós?” que quedaba en el aire. Bajo unos árboles encontré los restos de las boyas de la balsa y postes y alambres de los corrales y no quiero saber qué más… después supe que papá había intentado irse sin mí para presionarme a que me apurara pero tuvo que volver porque había olvidado su bolso y mi mochila. Mientras tanto recorrí el bosque y saqué las últimas fotos: en la laguna del fondo donde estaba la quinta de avena del abuelo, en la portera por donde sacaba a la petisa…


    Viviana Machado





Crónica de una dificultad


    Fue en la década de sesenta cuando comencé a tener conciencia de las dificultades y el trabajo que implica vivir en la zona rural. Paraje: Puerto de Amaro, 3a.sección del departamento de Cerro Largo, a orillas del río Tacuarí y cuna de nuestra infancia.


    Mi padre, el segundo de once hermanos, era de la zona de Paso de las Piedras, ubicada a orillas del río Yaguarón, y mi madre, la menor de siete hermanos, aunque nació en Cuchilla del Paraíso, muy jovencita se vino con su familia a vivir en Villa Artigas, que más tarde se convertiría en la ciudad fronteriza de Río Branco. En el año 1956 se casó con mi padre y pasaron a vivir en una pequeña propiedad que mi abuelo dispuso para su vivienda. Recién un año después se trasladaron a la zona de Puerto de Amaro donde transcurrió nuestra vida en familia.


    Zona tranquila, gente dedicada a las tareas rurales. Zona poblada por aquellos tiempos, con una actividad social que se resumía a algún baile o beneficio que se realizaba en las escuelas de la zona, a carreras y remates liquidación que de vez en cuando se efectuaban en lo de don Oribe.

    Cuando había estos eventos, era toda una fiesta. Los vecinos se preparaban días antes, ensillaban sus mejores caballos y cada cual lucía con orgullo sus mejores pilchas camperas, ya que un gaucho bien montado era sinónimo de prestigio entre la comunidad del pago. Los que tenían familia, que por aquellos tiempos eran numerosas, prendían carros, sulkis y charrettes (en el sentido de carro de paseo), y se dirigían al lugar del evento. Nos encantaba ir a la carpa de doña Zulema, una señora viuda, madre de unos cuantos hijos, que armaba su negocio en todos los lugares en los que había eventos que reunían público. Vendía pasteles dulces, rapaduras de leche, lechón asado, así como unas rosquitas bañadas que eran deliciosas. También tenía por costumbre armar su negocio en los alrededores del cementerio de Río Branco.

    En esa época era común la costumbre de montar negocios con venta de comida, ya que los medios de locomoción eran vehículos de tracción a sangre y los autos casi no se veían. Los caminos eran intransitables, y como la circulación era lenta y las zonas rurales pobladas, el día de los difuntos parecía un éxodo hacia la ciudad. Toda la población rural se dirigía a rendir su homenaje a los familiares desaparecidos físicamente. Al mediodía las familias ser reunían para almorzar en las carpas.

    Otro evento que reunía a toda la población rural eran las elecciones nacionales. Había que dirigirse a la localidad de Vargas, donde se instalaban en la Escuela n° 14 las mesas de la Corte Electoral para recibir el voto de los ciudadanos de la región. Hermosos bosques de eucaliptos al costado de la vía férrea daban sombra a los campamentos que se armaban entre simpatizantes de los partidos blanco y colorado. Los vecinos llegaban con sus familias en los más diversos medios de transporte y el acto electoral se transformaba en una reunión de confraternización. La zona circundante a esta localidad, debido a la existencia del ferrocarril y la estación de AFE, era motivo de atracción con la llegada y salida de trenes varias veces al día.

    En unas elecciones allá por el año 1962, estábamos reunidos mis padres, mi hermana y yo y demás vecinos de la zona en un campamento. Los políticos de la época derrochaban en asados y vino para agradar a sus electores. Don Juan, un viejo vecino da de beber a mi hermana, que tendría entre cuatro o cinco años, un vaso de vino. Mareada, salió caminando y se perdió del campamento.

    Cuando mi madre notó su ausencia acababa de pasar el tren del mediodía. ¡Vaya susto! Todo el campamento se puso en alerta y salieron a buscarla. Se dio parte a la policía pero no faltó una vecina desaprensiva que hiciera un comentario muy acorde con el lenguaje campero, pero no con la gravedad de la situación en la que nos encontrábamos: “La vaca perdió la ternera y anda balando”. Por suerte la encontró un vecino del lugar que, dándose cuenta que se trataba de una niña perdida de algún campamento, la traía de la manito. La había encontrado caminando sin rumbo por la orilla de la vía férrea. Mi madre dice que actuó la mano de Dios: el tren había pasado por ella sin tocarla.

    Teníamos un tío soltero hermano de mi madre que vivía en el pueblo y que cuando sus tareas se lo permitían nos visitaba. Le llamaban el Vasco. Tenía un tambo, ordeñaba cuatro o cinco lecheras y vendía la leche a los vecinos del barrio. Yo era muy mimosa de mi abuela que vivía con él y seguido la visitaba y me quedaba varios días en la ciudad haciéndole compañía. Mi curiosidad e inocencia de niña era probar la leche de las vacas que él ordeñaba para saber si el sabor era el mismo de las que ordeñaba mi padre en campaña. Otra actividad que ejercía mi tío era trabajar con una volanta, medio de transporte típico de la ciudad de Río Branco, que consistía en un carruaje tirado por caballos con el que trasladaba pasajeros a los que se les cobraba un boleto como en los ómnibus de ahora. Una de las yeguas que mi tío tenía para trabajar tuvo cría pero como a mi tío no le interesaba el potranquito, me lo regaló y lo criamos guacho.

    Se acercaban los años de empezar la escuela primaria, necesitábamos un animal manso para trasladarnos y éste, sin duda, lo iba a ser. Se llamó Milagro, un precioso caballo tostado, mimoso, chacarero y artero como un niño. Comía rapadura y varias veces nos tomó la leche del día.

Si se acercaba al corral cuando se estaba ordeñando, había que tener cuidado con el balde de leche porque seguro él se lo tomaba. Como también había aprendido a abrir la puerta de la cocina, que para la hora de la siesta quedaba recostada, un día se dio un banquete comiéndose un latón de pan casero que mi madre había hecho esa mañana, y tomándose la olla de leche que había quedado encima de la mesa.

En verano nos visitaba una prima de Río Branco que se iba a disfrutar las vacaciones con nosotros. Allá por el año 63, empezó a enseñarme a escribir. Yo soy zurda para todo, menos para escribir, ya que me pegaban en la mano izquierda y me obligaban a tomar el lápiz con la derecha. Tiempos rígidos de educación… Recuerdo que una vez que le contesté a mi madre y me cortó el labio de una bofetada. Fue la única vez que me pegó.

Nos dedicábamos a plantar chacras y quintas, ya que todo el sustento venía de la tierra con la cosecha de arvejas, porotos, chícharos, zapallo, boniato, maní, sandía y maíz que se plantaba en grandes cantidades. Cuando ya habíamos aprendido a andar a caballo, nos hacían levantar de la siesta para trillar porotos, que no eran otra cosa que las plantas secas que se desgranaban a pata de caballo. Mi padre preparaba un círculo en días de mucho sol para que se desgranara más fácil y nosotros con los caballos dábamos vueltas y vueltas  hasta que el grano se  desprendiera  totalmente de la chaucha. Se retiraba entonces la rama con una horquilla y se lo limpiaba en días de mucho viento, aventándolo para retirar la basura que se desprende de la propia planta. Terminado el trabajo, mi padre elegía la sandía más grande y la partía como premio por el servicio prestado.
Vida dura la de aquellos tiempos, sin muchos recursos económicos ni de transporte. Los caminos eran intransitables y solo se contaba con candiles a querosén  para alumbrarse. Algún vecino en mejor situación económica tenía faroles a los que había que darles bomba (aire) para que funcionaran. No había heladeras, ni mucho menos televisión. Otra forma común de generar energía eran los cargadores que funcionaban con el viento y con los que se cargaban las baterías para las radios. En casa había una de marca Metrotone que era el orgullo de mi padre. Decía que tenía mucha potencia porque se escuchaba desde lejos.
Cuando se rompían los cargadores, había que llamar al electricista del pago, don Diomedes, hombre tranquilo. Se hacía ir a buscar varias veces antes de lograr que al mes viniera a arreglarlo. Otro problema era los horneros que insistían en construir sus casas en los cargadores y periódicamente había que romperlas.
El programa preferido de los domingos era Tierra Adentro, que se transmitía a  las diez de la mañana por Radio Rural y era amenizado por el dúo Derecho Viejo, de tremendo prestigio en aquella época. Era una tortura escuchar radio en aquellos tiempos porque en verano, la ausencia de viento hacía difícil cargar las baterías. Se fue solucionando el problema cuando comenzaron a aparecer los radio transistores a pila.
Mi madre era fanática de las radio novelas, pero había que ahorrar la carga de las pilas porque era el único medio de comunicación que existía. Se escuchaban los informativos y radio telegramas que nos traían noticias de la familia y del resto del mundo. Si se descargaban las pilas, las poníamos al sol para recargarlas, encima de la cocina a leña o a veces en una caldera con agua hirviendo. Eran prácticas comunes en ese entonces para reponerles algo de carga. Los temporales eran largos y frecuentes, lo que hacía con que durante el invierno pasáramos meses sin ir al pueblo.

En un invierno en que mi madre se encontraba desgranando maíz a mano, sentada en un banco largo, y nosotras andábamos en la vuelta más molestando que ayudando,  mi hermana se empezó a meter los deditos en la nariz. Cuando mi madre la vio, preguntó qué le pasaba. Se había metido un grano de maíz en uno de los orificios nasales. ¡Vaya susto y correría! Eran las cinco de una tarde de invierno, mi padre llegaba de la chacra donde estaba cosechando el maíz. Con la premura del caso, salimos en charrete rumbo a Río Branco, el pueblo más próximo a 30 Km. Doña Francisca, una vecina, cuando nos vio, nos salió al camino a ver qué sucedía. Decía que soplándole el oído expulsaba el grano de maíz que tenía alojado en la nariz. ¡Qué va a salir!
Llegamos a las ocho de la noche y buscamos el único médico del pueblo. Muy tranquilo, el profesional le indicó unas gotas nasales y que esperáramos hasta el otro día. Imagínense si unos padres en tal situación iban a esperar…
No fue difícil encontrar uno de los pocos taxis que había en aquella época para llevarla a asistirse en la ciudad fronteriza de Yaguarón. Allí residía un reconocido médico que solucionó el problema rápidamente, ya que el pueblo contaba con pocas casas y todos lo conocían.

Un día mi padre nos mandó a casa de don Quinino a pedirle una balanza prestada.
Milagro, mi caballo guacho, ya había sido domado e íbamos, mi hermana y yo, montadas en él a la escuela.
Era época de cosecha, mi padre había vendido maíz y necesitaba pesarlo. Volvíamos al galopito cuando Milagro da un tropezón y cae con nosotras al suelo. Yo quedé boca abajo, apretada por el caballo, y mi hermana, que estaba en mejor situación que yo, tenía un pie debajo de él. Yo le pedía, por favor, que me sacara el caballo de encima pero ella tiraba del pie y no lograba escaparse. Yo gritaba desesperada más por el susto que por el dolor. Se había vuelto un animal tan manso que ni se movió con la caída, dado lo acostumbrado que estaba a nosotras. Allá cuando Dios quiso, mi hermana logró sacar el pie. Entonces el temor que yo tenía era que el caballo al pararse me pisara la cabeza. Pero, así que comenzó a levantarse, con el miedo que tenía, salí más que rápido y no nos pasó nada más que el tremendo susto y el brazo de la balanza torcido que papá me recrimina hasta ahora.

Otro de los grandes sacrificios que hizo mi padre fue cuando tuvo que vender el único caballo que tenía para poder comprarnos el surtido de comestibles. Ese año había sido de sequía, las cosechas se habían perdido y tampoco se había podido vender la lana. Un tío solucionó el problema prestándole una yegua tubiana. Nosotras no lográbamos entender tal situación. Vender el único caballo que teníamos… ¿En qué íbamos a ir a la escuela? ¿Con qué íbamos a recorrer el campo?
También recuerdo el llanto de mis padres cuando falleció Benito Nardone, “Chicotazo”, un líder político muy querido por la población rural. Como es de imaginarse, nosotras tampoco entendíamos nada.

Asistimos a la escuela hasta quinto año porque, según mis padres, no era necesario culminar el ciclo primario. Había que trabajar y nosotras no íbamos a poder seguir estudiando. Cuando estaba en segundo año, una maestra me regaló un diccionario. Tiene una dedicatoria que dice: “Mary, tu porvenir se encuentra en los bancos de estudio y el camino se haya en los libros. Síguelos y triunfarás. Cariñosamente te lo desea, Clotilde Nuñez de Farías.” Aún lo conservo. Tiene ahora cuarenta y tres años. Pero según la cultura de la época, estudiar no daba futuro. Era privilegio de los ricos o de algún aventurero. Recuerdo que esa misma maestra les decía a mis padres que me hicieran seguir alguna carrera, que tenía futuro. Imposible, ellos no lo entendieron así. Leía mucho y me juré que el día que tuviera hijos, ellos iban a estudiar.
Me casé muy jovencita, con quince años, porque en aquellos tiempos casarse y tener hijos era la profesión de la mujer.

En el año 2006, escuchando una de las emisoras de radio locales, un comunicado llamó mi atención: en el liceo estaban llamando a inscripción a personas mayores que no hubiesen terminado primaria. Le hice el comentario a mi hija mayor y me dijo: “Bueno, ¿qué vas a hacer? Te anoto. El miércoles comienzan las clases.” A lo que respondí afirmativamente.
En la actualidad soy una de las alumnas del Ciclo Básico Tecnológico Nocturno que se está dictando en la Escuela Técnica de Río Branco. Mis dos hijas son profesionales de la educación. Y aún me parece un sueño haberlo logrado.


    Mary Barreto y Viviana Machado














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