Su herencia, en su opinión, era lo más
valioso en el mundo. Había esperado por ella toda su vida, pero el objeto en
cuestión la superaba en edad. Su padre la tenía desde antes de su nacimiento. Aquella
guitarra era testimonio de bailes, alegrías y dolores, necesidades cuando había
que tocarla para ganar dinero para comprar comida y elemento de seducción del
público y de las mujeres.
Algunos
trastes tuvieron que ser sustituidos porque los originales se habían gastado y
ahora era posible romperse los dedos tocando las cuerdas debido a que los
trastes nuevos habían quedado demasiado altos y a las hendiduras en la madera
gastada por el uso en el brazo de la guitarra.
No
era lo único que había tenido que remendar su padre a lo largo de los años. Una
rajadura en la madera mostraba aún restos de Poxipol, pero lo más notorio era
el espacio hendido debajo de la boca donde se posiciona la mano derecha y al
que su padre le había agregado un parche de cuero en forma de alargado corazón.
El barniz se había craquelado en algunas partes de la caja y se podía ver una
zona descolorida en la madera donde habían estado incrustadas las iniciales de
su padre en plata y oro.
Aunque
la madre no había aprobado que el padre le enseñara a tocar la guitarra cuando
niña, no había podido evitar que su primer sueldo de adulta se gastara en una.
Para entonces el trabajo y otros contratiempos de la vida habían dificultado la
dedicación total al nuevo amor. Practicaba de vez en cuando pero sólo había
logrado servirle de acompañante al viejo durante sus presentaciones en las
fiestas hogareñas y él siempre tenía que afinarle, a oído, la guitarra.
De
pronto, se dio cuenta de que su padre ya no estaría para afinársela. Y se puso
a llorar desconsoladamente abrazada a su herencia.
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