No
puedo decir que no comprendo a mis alumnos cuando los veo reaccionar en forma
violenta y, a veces, exagerada, ante alguna situación de acoso. A veces llego a
tiempo de atajar una respuesta más
violenta o de mediar entre las partes para que no se llegue a esa solución. Pero
otras veces, llego demasiado tarde. Tomo como parte de mi trabajo enseñarle a
mis muchachos formas alternativas de solucionar los conflictos pero no entiendo,
ni justifico, la tendencia actual de solucionar TODOS los problemas a través de
la violencia.
A
mí sólo me sucedió una vez. No hay nada como un compañero baboso para sacar el diablillo que llevamos dentro. Recuerdo que el muchacho tenía el cuello alargado y
la cabeza pequeña y que asumía un aire lascivo cuando me miraba. En esa época
nos sentábamos obligatoriamente por orden de lista y él tenía el mismo apellido
que yo, por lo que era imposible cambiarse de lugar. Todos los días me dedicaba
piropos melosos y forzaba un acercamiento siempre que podía. Juro que puedo
recordar cómo se le caía la baba cada vez que me miraba. Mis respuestas eran
repetidamente hirientes y, me supongo, cada vez más groseras.
Un
día perdí la paciencia, me levanté y le pegué repetidas veces con toda mi rabia
acumulada durante días y días de acoso. En ese preciso momento, me vio la
profesora de francés y pegó un grito, horrorizada:
-¡Viviaaaanaa!
¡¿Qué estás haciendo?!
Me
detuve en el acto pero debo haber quedado con la mano en el aire porque mi víctima
permaneció arrollada como si estuviera esperando el resto de la paliza.
-¡Pregúnteselo
a él, profesora, pregúnteselo a él! –me defendí, acusadora. Era mi profesora
más querida, siempre amable, siempre maternal. Me daba vergüenza contarle la
verdadera causa de mi reacción. Y, por supuesto, el muchacho jamás lo
admitiría.
Veinte
años después encontré a mi compañero convertido en un hombre. Lo observé
detenidamente. Aún poseía el cuello largo pero la cabeza había crecido de forma
más armoniosa. Ya no me pareció tan feo. Permaneció taciturno en el balcón
mientras hacía el trámite. Me supongo que me vio allí pero no hizo gesto alguno
que mostrara reconocimiento, por eso no me le acerqué.
No
supe si no me reconoció, o no quiso hacerlo. Me hubiera gustado preguntarle si
me recordaba pero creo que no habría podido evitar una sonrisita de
suficiencia.
14 de mayo de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario