domingo, 12 de agosto de 2012

Las mujeres que leen libros son peligrosas

Cultural


Lectoras en la pintura

Viaje a tierras lejanas


Andrea Blanqué

La poeta Emily Dickinson sostenía: "No existe mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas". Es una gran frase que cita Esther Tusquets en el prólogo a un bello libro que lleva el desagradable título de Las mujeres que leen son peligrosas.
Pero el libro en sí es una galería a todo color de obras que van desde la Edad Media al siglo XX, donde no sólo se reproducen cuadros (e incluso fotografías), sino que cada imagen está comentada con agudeza por Stefan Bollmann, quien, además de la selección, realizó un estudio preliminar que muestra los orígenes de los hábitos de la lectura, especialmente de la protagonizada por mujeres.
Ellas, las que ahora constituyen el ochenta por ciento del mercado lector, estuvieron alguna vez encerradas en el mundo privado, sin el beneficio de una educación formal y, como si fuera poco, con un discurso misógino lapidario flotando en la cultura que producía frases como la que se cita en el título. En efecto, cualquier Historia de las mujeres abunda en ejemplos de polémicas, desde la medieval "Querella de las mujeres" en adelante, que llevaron a cabo sabios, filósofos y pedagogos exponiendo convencidos la inferioridad de la mujer y exigiendo que ésta sólo fuese educada para las labores domésticas, en su rol de esposa y madre. Un viejo refrán español lo resume a la perfección: "Niño que bebe vino y mujer que sabe latín, no pueden tener buen fin".

TOCAR, MIRAR, LEER. Sin embargo, la impresión que deja el libro de Bollmann -convertido en best-seller por su hermosura y originalidad- es que los artistas visuales, hombres en su mayoría, miraron embobados a esas mujeres lectoras que veían a su alrededor. Las mujeres leyendo constituyeron para los pintores un motivo bien distinto al de las mujeres bordando, o pelando gallinas, o esperando desnudas al amante.
Ello no quiere decir que no hayan retratado hombres con libros en la mano. Pero cuando el modelo es masculino el libro representado es un indicador de la condición social del personaje, algo así como la espada. En esta galería de obras de arte, en cambio, es posible toparse con reinas (Leonor de Aquitania esculpida en su sepultura con un libro abierto), criadas (como la Mujer leyendo de Pieter Janssens Elinga, que representa una sirvienta abalanzándose sobre un libro de la patrona cuando ésta no está), vírgenes o santas (como la María de Simone Martini en el momento de la Anunciación, molesta cuando el arcángel interrumpe su concentración en la lectura) o prostitutas de lujo, como muchos entendieron a Madame Pompadour.
Hay también representadas ancianas y niñas, lo que hace aún más delicioso el libro. El contacto físico de esos cuerpos -arrugadísimos o frescos como un pétalo- con los libros, es decir, la piel contra la tersura del papel, es algo que los pintores han trabajado cuidadosamente.
El libro es un objeto. La carta también. El periódico también. Tocarlo, acariciarlo, mantener el dedo entre las páginas para no pasarse de página, echarse en la cama y entre almohadones para que el cuerpo se acompase a la lectura y ésta se apodere por completo de la lectora, son actos que no pasan desapercibidos a los pintores.
Otro elemento es la mirada. Los ojos de las modelos a veces están fijos, embebidos en el libro. Pero también es posible observar el momento único e irrepetible en que la lectora se interrumpe a pensar lo que acaba de leer, como la arlesiana dueña del café pintada por Van Gogh. No es un abandono del libro: es su continuación para reflexionar, para recordar aquello de su propia vida que asocia con lo que está leyendo (el factor identificatorio es fundamental en la literatura), o sencillamente, a imaginar. Y aquí aparece nuevamente la frase de Emily Dickinson, quien durante años no salió de su habitación por voluntad propia, pero que leía y escribía y viajaba con su imaginación a mundos remotos, inasibles.

SEGÚN PASAN LOS SIGLOS. Por ello, en todo el libro surge un contraste significativo, entre la histórica reclusión de las mujeres en la vida doméstica (rodeadas de ruecas, soperas, perritos falderos, laúdes, camas o, a lo sumo, jardines llenos de sombra y flores con cómodos sillones donde leer) y el viaje hacia inmensidades o profundidades de sí misma a través del libro, ese objeto precioso.
A veces el objeto es la Biblia, quizás el único que les permitían leer a algunas mujeres. Pero desde el momento en que la lectora está frente a ese texto polisémico sin mediadores -es decir, desde Lutero- la Biblia deja de ser una aburrida obligación para convertirse en una red de historias apasionantes, como las que depara el Antiguo Testamento a la anciana madre de Rembrandt, que sigue las líneas con la punta de los dedos para no perderse.
El siglo XX trajo no sólo el abaratamiento de los libros y la alfabetización casi total de las mujeres en el mundo occidental. También trajo la supuesta conspiración de los medios de comunicación contra la lectura. Pero las mujeres siguen leyendo y están vinculadas a los libros, buscando en ellos respuestas a las grandes interrogantes de su vida.
Claro que, como es evidente en este libro de Steffan Bollmann, hay cambios en la rutina: ahora ya no leen en la reclusión del hogar, junto a la estufa, en el sillón propio, en la cama -como cuando la joven Colette escondía entre las almohadas los libros para que sus padres no tuvieran control sobre ellos-, sino que aparecen leyendo en bares -como la joven que se ha bebido un té mientras lee, del ruso Alexander Alexandrowitsch Deineka- o que se encuentran solas y desamparadas en una deprimente habitación de hotel, como la célebre mujer en ropa interior del cuadro más conocido de Hopper.
También aparecen fotografiadas en la cama, pero leyendo noticias del mundo, junto a la mejor amiga, como la importante fotógrafa de la segunda Guerra Mundial, Lee Miller. O, sencillamente, convirtiéndose en la imagen fetiche del sexo y del poder, pero libro en mano, como Marilyn Monroe leyendo el Ulises, de Joyce, fotografiada por Eve Arnold.
Nada hay más lejos del temor en estos artistas que retratan mujeres leyendo. Si la sociedad las consideró en su momento peligrosas y la mujer sabia fue objeto de burla en numerosas obras de teatro durante largo tiempo, desde luego estos pintores o fotógrafos que ha elegido Bollman las miraron, admirados, como nosotros ahora a través de este libro y a través de los siglos.

Las mujeres que leen son peligrosas, de Stefan Bollmann. Maeva, 2011. Madrid, 149 págs. Distribuye Océano.

Otros tiempos

En la Edad Media era más habitual la lectura en voz alta que silenciosa.
En el siglo XVIII se recomendaba prohibir la lectura a las mujeres porque "las conducía al onanismo".
Muchas mujeres sabían leer pero no escribir.
La Iglesia Luterana sueca del siglo XVII puso inspectores a lo largo del país para corroborar que sus miembros supiesen leer (la Biblia), incluidas las mujeres.
En ese siglo, el lugar del mundo donde más se leía y se imprimían libros eran los Países Bajos.
Las mujeres ricas pronto también fueron cultas porque podían pagarse la iluminación para continuar leyendo de noche (y de ello también se beneficiaron sus criadas).


Extraído de: El País Cultural

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